jueves, 4 de marzo de 2010

Halloween

Autor: Aida Salrach
Clasificación: General.
Género: Romance, Tragedia.

"Halloween"
Parte 1

Era otoño y las hojas aún permanecían en los árboles. Quizás estaban marrones, quizás estaban podridas; pero mantenían sus pies agarrados a las ramas. Noviembre no había empezado pero Octubre tampoco había acabado. El cielo había oscurecido ya lo bastante como para que la luz de las farolas no fuera suficiente para alumbrar las calles, y el frío que envolvía el ambiente hacía que el aire se condensara y pareciera blanco al salir de cualquier boca.

Y el aliento que salía de aquella persona que caminaba sola y apresuradamente también era blanco. Sus pasos eran desiguales y cambiaba el ritmo a corto plazo. Sus ropas eran extrañas, pero aquél treinta y uno de Octubre llevarlas era lo más normal. Un traje de una sola pieza y negro, gastado, le cubría todo el cuerpo. Había huesos de color blanco dibujados en él. Llevaba una capucha que impedía que se le viese bien la cara, pero cualquier persona que se hubiese acercado a él hubiese visto que la llevaba pintada como una calavera y que sus ojos estaban rojos y sus pupilas dilatadas.

Llevaba algo más que agua y comida en su cuerpo aquella noche.

Ni siquiera él sabía hacia donde se dirigía, pero nadie dijo que quisiese saberlo. En su mano izquierda llevaba una bolsa de papel marrón que, al chocar con su cuerpo al moverse, hacia un ruido insoportable y capaz de oírse a un gran radio de metros. Había algo dentro; sonaba a golosinas. Unos mechones de color marrón oscuro se le asomaban por debajo de la capucha. Poseía unos envidiables dientes blancos aunque manchados de rojo por culpa de una piruleta, pero sus labios carnosos unidos formando una sonrisa pícara los escondían de la luz exterior.

Cuando apenas le faltaban diez metros para llegar a un cruce de carreteras, fue aminorando la velocidad de la marcha hasta quedarse parado. Respiró y expiró aire profundamente y varias veces seguidas. Lentamente, metió la mano derecha en la bolsa de golosinas y sacó una de ellas. Se la llevó a la boca y masticó, dejando que sus perfectos dientes y su lengua se tiñeran de verde aquella vez. Alzó la cabeza y observó la placa que indicaba el nombre de aquella calle que restaba delante de él. Merrick Street. Volvió a cerrar la bolsa de golosinas y la guardó, apretándola con fuerza, entre su mano. Y, después de soltar una carcajada a bajo volumen, volvió a empezar aquella persecución sin nadie a quien perseguir. Sus pasos desiguales se oyeron en Merrick Street durante toda la noche.

A la mañana siguiente, una misma noticia ocupaba las portadas de todos los periódicos. La noche anterior, a una hora indefinida de la madrugada, un joven se había encontrado muerto en su habitación sin que la puerta fuese forzada. Sólo estaba él en casa. Vivía en Merrick Street.


Aquella mañana los pájaros parecía que cantaran con menos ganas de lo normal. No eran ni las ocho de la mañana, y las calles aún estaban lo bastante oscuras como para que las farolas se mantuviesen encendidas. Daban a las calles un aire de misterio propio de aquellas fechas. Se oía el ruido de los coches al arrancar que llevaban a las personas a su trabajo y los pitidos de éstos al ver que no podían salir de su plaza de aparcamiento por culpa de otro auto. La simple y rutinaria vida de un pueblo. No muy lejos de la calle principal de éste, se podía oír una melodía de dentro de una casa.

Las notas de la guitarra eran sombrías, solitarias, entristecedoras y sin sentido. Tocadas a bajo sonido y sin amplificador se asemejaban más al canto de un pájaro herido que no a música.

El autor de éstas no era más que un chico de unos dieciocho años que intentaba plasmar sus sentimientos en tal instrumento y mostrarlos a quien quisiera que pasase por delante de su casa. Básicamente, nadie.

Aquél chico restaba sentado en el suelo de una habitación completamente dedicada a la música. Las paredes, de color beige, estaban cubiertas de pósters de grupos de rock actuales y de años atrás. Había varios amplificadores en un rincón, dos guitarras más colgadas en la pared y un sofá; encima de éste, varias estanterías albergaban miles de CDs de todo tipo. En la esquina de al lado de la ventana abierta, un reproductor de CD/vinilo/cassette restaba ajeno a los años que habían pasado desde su fabricación; seguía viejo, pero limpio. Los muebles eran gastados y marrones.

Como su cabello. El chico poseía un lindo pelo de tal color peinado hacia arriba, muy juvenil; aunque, bien, él era joven. Sus ojos marrón miel brillaban a causa de las lágrimas que querían escaparse de allí. Vestía el uniforme del instituto, demasiado negro y demasiado… normal. Las primeras gotas de agua salada se le escaparon por el órgano de la vista, y sus mejillas se vieron parcialmente teñidas de negro por culpa del delineador de ojos.

En cierto modo, su guitarra también lloraba. Estaba gastada y con los adornos rotos, y su nombre estaba escrito en ella; Ryan. Su propietario. No tenía padres. Bueno, su madre sólo visitaba la casa dos o tres veces al año, así que se puede decir que no tenía a ninguno de los dos. Su padre murió. Un infarto por culpa del exceso de trabajo, dijeron los médicos. Pero Ryan siempre supo que el alcohol y las drogas fueron los culpables.

El joven dejó su guitarra colgada en la pared junto a las otras dos cuidadosamente, aunque más llena de rayadas de lo que estaba ya no podía quedar. Faltaban diez minutos para las ocho, y él debía marchar a esa hora hacia su escuela. Antes de todo se dirigió a la cocina donde le esperaba un vaso de leche con chocolate en polvo que se había preparado hacía más de media hora. Hacía frío y al coger el recipiente las manos le dolieron; la leche estaba helada. Igualmente, se la tomó lo más rápido posible. Lo dejó encima de la mesa y, cogiendo la mochila en la cual no llevaba nada (apenas el estuche con los lápices y bolígrafos y la carpeta con los papeles), marchó.

La escuela nunca había sido un lugar agradable para él. Pero, ¿cuándo algún lugar lo había sido? Su infancia allí fue desastrosa. Básicamente caracterizada por abusos, lágrimas y depresiones. El niño sin padre. Ryan había tardado mucho tiempo en acostumbrarse a ese sobrenombre, y no es que lo hubiese superado, sólo que ya no se lo decían. La gente acaba cansándose de insultarte si pasas de ellos, si los ignoras y giras la cara evitando problemas. Pero en su caso se cansaron (y sintieron pena) porque tenía los ojos tan hinchados que apenas podía atender en clase de la poca visión que poseía. Volver del colegio a una casa considerablemente grande, vacía, sabiendo que nadie te espera allí y que tu voz no va a ser usada refiriéndose a alguna persona. Sabiendo que estás solo, y que así va a ser para siempre. Sin valor para hacer amigos, sin valor para preguntarle a ese chico que le gusta si es homosexual también o no. Sin valor para mirarse a sí mismo al espejo. Sin valor para dar un paso más.

Pero la vida continúa, y no es tan cobarde como para acabar con ella.

Dejando su maleta encima de la mesa la cual compartía con la chica más popular del instituto, sentándose dejándose caer pesadamente en la silla, cerrando los ojos y tapándoselos con las manos hasta que oía el sonido de la puerta cerrarse porque había venido el profesor. Su rutina diaria como persona. Después de cerrarse la puerta Ryan se parecía más a un robot que a un humano. No es que fuera superdotado, pero cuando no tienes nada que hacer, ¿qué te queda más que los libros de texto?

Aquél día tocaba la Segunda Guerra Mundial. Hitler, su dictadura, Europa y los campos de concentración. Había leído mil veces sobre el asunto y se lo sabía prácticamente de memoria, pero jamás se cansaba de leer y/o hablar sobre tal tema. Le apasionaba (si así se podía decir) cómo los humanos podían llegar a tal nivel de tortura sólo por la ideología de una “raza pura”, cómo todos los supervivientes se limitaban a vivir como si nada hubiese ocurrido. Cómo cerrar los ojos siempre era una buena solución. Luego siempre le venía a la mente la pregunta de qué cerrarían los supervivientes que no tuvieran ojos; o manos, o brazos, o piernas o miembros sexuales. Mutilación humana. No se trata sólo de hacer que no puedan luchar, sino no dejar que engendren nada que pueda luchar.

— Ryan, eh, aquí.

De repente aquellas palabras le hicieron volver a prestar atención a la clase. Normalmente todo el mundo se habría girado hacia él, pero en realidad sólo se podían escuchar algunos murmullos inentendibles. Seguramente insultos. Pero a él eso no le importaba. O al menos no del todo.

— Eh, sí, lo siento —se incorporó en la silla, mirando como el profesor negaba con la cabeza y suspiraba, continuando luego con la clase.

Y esas fueron todas las palabras que Ryan dijo en todo el día.

El instituto acababa a las seis y media de la tarde, y en esas épocas ya empezaba a oscurecer a esa hora. Caminaba por la calle con la mochila sólo colgando de un hombro, arrastrando los pies y llegando a tropezar más de una vez. Sólo a una calle del instituto el instinto le hizo parar. En una esquina, uno apoyado en una señal de tráfico y el otro enfrente de él, dos chicos hablaban sigilosamente. Después de intercambiar alguna cosa, uno de ellos se fue y sólo quedó el que restaba apoyado. Unos pantalones negros ajustados ocupaban sus piernas inmóviles; su vista se veía escondida debajo de una capucha, parte de una sudadera que parecía realmente confortable. Sus manos se escondían en los bolsillos de ésta, y esperaba. Ryan no sabía a qué ni a quién, pero esperaba. De repente la vista de aquél chico se posó en él, y involuntariamente las piernas de Ryan se pusieron en marcha al verla la cara. Anduvo los pocos pasos que faltaban para llegar a la esquina e irremediablemente tuvo que pasar por delante de él. Ni siquiera supo cómo describir la sensación que sintió. Pero sí podría haber descrito cómo corrió al momento de doblar la esquina, como un desesperado, notando cómo la mochila rebotaba en su espalda pudiéndose caer en cualquier momento, con lágrimas amenazando con salir por sus ojos al exterior, aunque se congelaban antes de hacerlo.

Aquel chico le había sonreído.

La puerta de su casa sonó excesivamente fuerte al cerrarse de un golpe seco, dejándola temblando. Incluso llegó a caer un abrigo que restaba colgado detrás de ella, pero en ese momento le daba igual. En ese momento y antes y siempre. Subió las escaleras rápidamente, sin saber la razón, tropezándose con él mismo y deseando caerse. Caerse y hundirse y no volver a levantarse jamás. Pero eso le recordó que debería ser cobarde, así que con mucho pesar descartó la idea.

Entró con urgencia al baño, apoyándose en todos los lugares que podía, y se dirigió directamente a su único objetivo. Y después de no encontrar respuesta ni motivo coherente a lo que iba a hacer, después de imaginarse la sonrisa de aquél chico otra vez, después de recordar en su mente las burlas de sus compañeros, después de odiar a su padre y a su madre y a todo el mundo, después de eso… vomitó.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Y.... yo quiero leer lo que sigue. Esto me dejo picada, y mucho!
Amo esta pagina, creo que nunca les dije.

Anónimo dijo...

D: Quiero leer YA la siguiente parte! :(