domingo, 4 de abril de 2010

"El mar y yo"

Autor: Gaby Martínez - @gabtroublemaker
Clasificación: PG.
Género: Fantasía, Sobrenatural, Songfic.





El may y yo
Capitulo unico.


Un joven cuyas facciones rayaban los veinte años caminaba sobre la arena mientras sus huellas eran constantemente borradas por las suaves olas marinas, que ocasionalmente humedecían sus pies desnudos. Las hebras de su cabello se movían al compás de la suave brisa nocturna, al tiempo que los plateados rayos de luna lograban colarse entre ellas e iluminaban tenuemente sus mejillas con su fulgor blanquecino.

Y deambulaba en silencio, acompañado tan sólo por el ruido que hacían las olas del mar y las palmeras que agitaba el viento. A cada paso que daba parecía que sus huellas fuesen más profundas, como si llevara algún peso extra sobre su delgada figura, haciendo un mayor esfuerzo al caminar. Y era que la carga existía, pero no estaba sobre sus hombros, sino dentro de su propio corazón. Por un instante pensó que aquello que había decidido a hacer era toda una locura, pero no podía echarse para atrás.

Levantó su mirada y la volvió a hacia atrás, notando satisfecho que no había rastro de su paso por la bahía. Una franja de arena fina y dorada serpenteaba entre el mar y el precipicio, y ya muy lejos seguía visible una enorme casa blanca rodeada de un negro enrejado. Una casa que de día brindaba una sensación de frescura amenizada por la brisa playera y los brillantes rayos de sol desde el amanecer hasta la tarde, endulzada por el agradable aroma de los girasoles que crecían en sus jardines. Terrazas con agradable vista al mar para desayunar o beber el té por las tardes aparecían por su lado más cercano a la bahía, grandes ventanales que permitían el paso del viento en verano, acopladas con blancas cortinas que resguardaban la sala de los inclementes rayos de sol del mediodía.

Pero ya después del anochecer daba un aspecto lúgubre y misterioso. Una especie de oscura niebla la envolvía y hacía difusa la débil luz que salía de las pocas ventanas del primer piso. La escasa luz de luna se colaba por los oscuros ventanales haciendo que las blancas cortinas formaran figuras fantasmales. Sus ojos buscaron con curiosidad la torre más alta, y podía ver una femenina silueta recostada en un balcón, con su cuerpo envuelto en sedas rojas que bailaban con el viento, con los antebrazos apoyados en la baranda y sosteniendo frente a su rostro aquel trozo de papel. A pesar de la lejanía, podía distinguirlo todo con claridad, porque sabía que sucedería; y volvió sus ojos al frente para reanudar su paso antes de arrepentirse, al tiempo que sentía un agujero en su pecho.

Pero el pesar fue alivianándose al sentir que el viento que venía desde el horizonte, cargado de salitre, le susurraba seductoramente que continuara, que aquello no tenía importancia, que todo iba a salir bien. La arena cada vez se adhería menos a sus pies, haciendo más fácil su caminar, y el agua los besaba gentilmente cada vez que llegaban a ellos. Levantó sus ojos hacia la luna, quien iluminaba su camino con sus rayos plateados, y creía verla sonreír. Todos conspiraban a su favor. Aquello no podía estar mal, mal había estado él en ese lugar que estaba dejando atrás.

La franja de arena se estrechó al punto de que era inevitable caminar por el territorio que pertenecía al mar. Sentía que la corriente marina se amarraba a sus tobillos, y necesitaba sujetarse al precipicio antes de que ésta lo halase hacia dentro. Volteó, por última vez, antes de doblar en el codo de la bahía y dejar de ver aquella que había sido su casa por tantos años, y los recuerdos de horas atrás inundaron su mente como las olas inundaban la tela de su pantalón de pijama.





La habitación se encontraba sólo ocupada por él y sus pensamientos que revoloteaban entre las cuatro paredes y el techo. La pluma rasgaba aquel trozo de papel con velocidad, y entre tachados y remiendos, redactaba aquella apresurada nota en contra de todo lo que había llegado a creer alguna vez. La aristocracia era una burla, el dinero no servía para nada y una mujer bonita por fuera y vacía por dentro era lo más semejante a una ostra sin nácar en su interior que podía existir. Dejó caer la pluma sobre el escritorio y la punta de ésta dejó caer un par de gotas de tinta sobre la blanca superficie de la hoja. Cada palabra parecía dolerle en el fondo de su alma, como si la tinta no fuese más que su propia sangre que secaba lentamente su corazón, mientras expresaba su supuesto amor por una insípida joven que se encontraba en el piso inferior de la edificación.

En un arranque de furia arrugó aquel papel entre sus manos, descargando su ira en él. Se levantó con violencia, caminó dando traspiés hasta su balcón y lanzó con fuerza aquella falsa carta al mar. Porque aquel amor era falso, aquellas razones para casarse eran falsas, aquella vida de ensueño era falsa. Todo a su alrededor era más una muerte en vida que una vida real.

Sentía que hiperventilaba mientras apoyaba sus codos en la baranda y dejaba caer su cabeza entre sus manos, reteniendo el impulso de halarse los cabellos hasta arrancarlos de sus raíces, y un par de lágrimas brotaron de sus ojos, cayendo lentamente hasta aquella gran extensión azul que acariciaba la bahía. Las gotas se mezclaron con aquel otro millar que estaba a sus pies, y una ráfaga de viento trajo una esencia salina a su rostro, una esencia de mar.

El olor a la sal, tan común en aquella casa, le parecía distinto. El sonido del choque de las olas contra el malecón se escuchaba como un fino susurro que penetraba por sus oídos hasta su cerebro, causando una sensación reconfortante. El movimiento del agua lo distraía, tratando de sacar los dolorosos pensamientos de su cabeza, tratando de apaciguar su furia interior, pero de pronto pareció que las olas estuviesen invitándolos a unirse a su vaivén, a bailar con ellas. Y por un momento sintió que si se unía a aquella fiesta, todo acabaría, las preocupaciones se irían de su vida, todo estaría bien, y una débil sonrisa se pintó en sus finos labios… para desaparecer rápidamente.

No estaba tan loco aún. La marea subiría en cuestión de tiempo y el mar embravecido se lo tragaría.

«¿Mar embravecido que traga gente? Esas no son cosas tuyas…» se reprochó a sí mismo, dando un hondo respiro mientras se erguía de nuevo. Aquella costa poseía una playa cuya extensión llana era bastante corta y una fuerte corriente delimitaba esta barrera entre la zona donde era seguro bañarse y la zona donde podía morir ahogado. Pero él no solía bañarse en la playa, prefería contemplar el océano y admirar su grandeza e inmensidad, la forma en la que las olas acariciaban la arena, la forma en que los otros se sumergían en él. Y a veces no lo veía como una simple masa enorme de agua salada y peces…

Trató de disipar esas ideas confusas de su cabeza mientras volvía a sentarse frente a su escritorio, sacando otra inmaculada hoja de papel y tomando la pluma entre sus dedos. Al principio pensó reescribir aquel romántico poema que acababa de desechar, pero el ruido de las olas se había intensificado y ahora llegaba hasta la habitación. Era como si tratara de no ser ignorado. Como si pretendía que no dejase tirada aquella invitación que le había lanzado sutilmente. Trató de concentrarse en escribir, ya que había comenzado, pero ahora el ruido de la mar lo atormentaba, trayéndole a su mente todas las razones para desistir de aquello. Y de repente se oyeron pasos en el pasillo.

Rompió la hoja de papel a la mitad, arrugó la parte superior y la tiró al suelo, y en la segunda escribió fugazmente en la parte superior de la hoja.



Cada mujer merece que un hombre la ame
Y un trozo de mi corazón te pertenece
Sólo que se encuentra tan vacío como tú
Y la vida que me ha tocado
llevar.



Fue como si una fuerza sobrenatural lo impulsara a escribir aquellas líneas, la misma que lo había mantenido un rato contemplando el océano, y escondió aquella nota rápidamente entre sus ropas. Se tendió sobre su cama adoselada y se arropó con un edredón al momento que su puerta se abrió.

—Señor, ¿no piensa bajar al salón? —dijo aquella criada, antes de haber visto a
su amo, y detrás de ella entro una mujer de largo cabello castaño ataviada en un
vestido azul celeste.

Sutilmente, el chico negó con su cabeza, la cual era apenas visible.

—Ryan, hijo, ¿te encuentras bien? —preguntó la otra mujer, su madre, sentándose
en una esquina del colchón.

—No… no me siento nada bien —dijo, lo cual en gran parte era cierto, mientras su
cabeza era acomodada por las suaves manos de su madre sobre su regazo, que luego
se enredaron en aquel cabello castaño mucho más corto que el suyo pero idéntico
en tonalidad.

—Mejor baja a atender los invitados, en un momento bajo también —le dijo a la criada, que salió rápidamente de la pieza y cerró la puerta tras ella—. Scarlett ha estado esperándote desde la cena… sería muy descortés de parte tuya dejarla embarcada.

—También sería descortés de su parte tenerme allá abajo mientras estoy indispuesto —se quejó, aunque con tono convaleciente.

—Es una buena chica, callada y obediente… la esposa perfecta para ti, sólo que eres lo suficientemente estúpido como para no darte cuenta —dijo, y aquellas palabras atravesaron su pecho como una lanza afilada. Se oyó un fuerte choque de las olas en el malecón y su madre se levantó sobresaltada—. Parece que esta noche habrá marejada…

«Está furioso, está furioso, no le agradó lo que ella dijo…» pensó asustado, mientras su madre volvía a colocar su cabeza sobre la mullida almohada y se dirigía a cerrar las puertas y cortinas del balcón, y el apretó la nota contra su pecho. Ella se dirigió hasta la puerta y llamó a la criada de nuevo.

—Estaremos esperándote abajo —dijo, mirándolo por última vez, y luego le habló a la criada—. Atiéndelo bien en lo que te pida, y asegúrate de que no se tarde mucho en pasársele el malestar.

«Ella piensa que bajaré, ella confía en que yo lo haga», pensó, casi dispuesto a levantarse, vestirse e ir al salón a tomar la mano de su desconocida prometida, pero recordó aquella invitación del mar, que se enfadaba cada vez que la ignoraba. A pesar de las órdenes que le había dado su madre, sabía que la mujer que estaba en la puerta no intentaría obligarlo a cumplir sus órdenes. En vez de siquiera molestarse en arreglarse para bajar, pidió a la criada que por favor que le bajara las lámparas, que necesitaba dormir.

—Y una última cosa —le dijo, antes de que ella saliera y lo dejara de nuevo solo en su habitación—. Si la señorita Scarlett pregunta por mí, dile que no estoy, dile que me he ido.

La criada asintió con duda antes de salir, y él pensó por última vez que haría. Tomó un libro de su mesa de noche para apoyarlo en sus rodillas y, sobre éste, apoyar la hoja de papel que había estado escondiendo. Tomó también una pluma de la pequeña gaveta de la mesa y aprovechó la poca tinta que le quedaba para añadir una segunda y última estrofa a su nota. A su poema de despedida.


Adiós, amor de mi desamor
Que la tierra te bese los pasos mientras buscas
algo mejor.
Adiós, para siempre, desdicha de mi corazón.
Te esperaré
donde el sol no me ilumine.
Te esperaré dentro del mar.


De momento imaginó a la delicada y femenina figura Scarlett ataviada en su vestido de suave seda roja, se imaginó bailando un dulce vals con ella, se imaginó tomándola desposándola, se imaginó tan sólo una noche con ella… y las olas volvieron a reventar con furia sobre la dura superficie de las rocas. Se levantó y abrió de par en par las puertas de la pequeña terraza, respondiendo al bramido del océano. Quizá sólo le hiciera falta un paseo nocturno por la bahía.





Y así fue que dejó la nota sobre su almohada, sabiendo que su madre –cansada de esperarlo– llevaría a la muchacha hasta su habitación y le diría que entrase sola, sin esperar encontrarse aquello. Por su parte, Ryan se encontraba sujeto a las afiladas rocas del acantilado, con el agua hasta las rodillas. La marea había ascendido al punto de que la estrecha línea de arena seca había desaparecido, y seguía ascendiendo. La blanca espuma se arremolinaba en torno a sus piernas, queriendo jugar con ellas, queriendo sujetarlas y adentrarlas en el mar. La piel de sus manos se rasgaba superficialmente gracias al fino de las rocas a las que se sujetaban, hasta que no pudo más.

«Ven, acércate, hazme compañía —sentía que le susurraba el mar con su dulce y melodiosa voz—, yo voy a sanar tus heridas.»

Seducido por aquella misteriosa voz que parecía venir de todas partes y de ninguna a la vez, dio un par de pasos temblorosos sobre la húmeda arena, temiendo que la corriente fuese a desviarlo y a halarlo violentamente. Pero, al contrario, la corriente lo ayudaba a mantenerse en pie y en cierta parte lo obligaba a seguir su camino hacia dentro. Era como si muchas manos sostuviesen con delicadeza sus piernas y lo ayudaran a caminar entre el agua, cuyo nivel ya alcanzaba su cintura.

En sus manos, que tenían rato sumergidas dentro del agua, ya no quedaba rastro alguno de aquellos cortes de la roca, y sentía como si otras manos sujetaran las suyas y lo guiasen, siempre hacia dentro. Las olas danzaban a su alrededor pero sin interferir con su paso. Danzaban al ritmo que les dictaba el viento, el mismo que lo envolvía y despeinaba a su antojo, al mismo compás que marcaba en el agua. Ciertamente se sentía mejor, mucho mejor que encerrado en su habitación, mucho mejor que con Scarlett, mucho mejor que cualquier otro día de su vida.

Cuando estaba alrededor de cien metros de distancia del el circular reflejo de la luna se dio cuenta que sus pies no tocaban fondo sino que flotaban en el agua, y que aquella fuerza que lo había estado guiando lo trataban de halar hacia el lecho marino, hacia abajo. Miró hacia atrás y notó lo lejos que estaba de la costa y todo lo que había avanzado. Miró su casa, aún más lejana, y podía ver dos figuras femeninas en su balcón, una con un vestido del color del rubí y otra con un vestido del color del cielo diurno, ambas llorando amargamente. Y eso fue lo que vio antes tomar una gran bocanada de aire y de sumergirse en el agua.

Se hundió con los ojos cerrados, dejándose halar por la corriente, y poco a poco trató de abrirlos, esperando que la sal le incomodara. Pero esto no sucedió, incluso podía ver tan claramente como si estuviese en la superficie. Miles de peces de todos colores pasaban por su lado, fosforescentes caballos marinos daban vueltas a su alrededor. El lecho marino estaba lleno de corales que se veían monocromáticos bajo la plateada luz de la luna y repleto de miles de criaturas que nadaban por doquier. Y se oía una canción cuya letra quizá no podía comprender, pero la melodía era la más hermosa que había oído jamás. Era reconfortante, relajante, tranquilizante, como una canción de cuna que arrullaba su alma y le proveía de la calma que tanto había buscado afuera del mar.

Luego observó que justo donde caía el rayo más intenso de luz de luna había una extraña silueta que no podía distinguir muy bien qué era. Nadó hasta allí, con curiosidad, hasta adentrarse en aquel espacio inundado por la luz de plata, y mientras se acercaba, la silueta se iba haciendo más clara y similar a la de una persona. Era un joven que aparentaba su misma edad.

Notó que lo miraba fijamente mientras se acercaba, como si lo hubiese estado esperando. Lo observaba con la misma curiosidad que Ryan lo miraba a él, hasta que estuvieron frente a frente. Aquel extraño tenía unos ojos marrones como el chocolate, la piel blanca como la luz de luna y el cabello negro como la noche. Levantó una de sus pálidas manos y acarició con delicadeza la mejilla del castaño.

—Sabía que vendrías… —dijo, con su dulce voz, la misma que había estado escuchando toda la noche y que había estado seduciéndolo—. Desde hace tiempo deseaba que vinieras…

Ryan quiso responderle, pero lo único que salió de su boca fue una burbuja de aire, y fue que recordó que no podía respirar bajo el agua y una fuerte punzada de dolor se hincaba en su pecho que reclamaba por oxígeno. Quiso separarse de él y nadar a la superficie a tomar más aire, pero él ya había tomado su rostro entre sus dos manos y acercaba sus rostros hasta juntar sus labios con delicadeza, y sus pulmones se vieron provistos de aire una vez más.

¿Aquello había sido una táctica de primeros auxilios… o un beso? Ryan sintió que sus mejillas se sonrojaron y sus labios sintieron un vacío cuando los de aquel extraño los abandonaron, esos que tenían un sabor más dulce que la miel más pura y eran más suaves que el más fino algodón.

— ¿Quién eres? —preguntó, al ver que ésta vez el aire permanecía preso en sus pulmones, aunque una pequeña hilera de burbujitas escapó de sus labios al hablar.

—Soy yo… o quien tú quieras que sea —dijo, soltando aquel rostro que tenía al frente y bajando a sujetar las manos del castaño, quien identificó la misma textura de aquello que lo había ayudado a adentrarse entre la playa.

— ¿Cómo te llamas? —rectificó su pregunta.

—Todos me llaman de formas distintas aunque parecidas… pero estoy aburrido de eso. Llámame como tú quieras —dijo, y Ryan entendió a qué se refería. Todos debían referirse a él como el mar…

—No sé como llamarte… —dijo, cabizbajo.

—Llámame Brendon —dijo, colocándose un nombre aleatorio. «Brendon», le agradaba ese nombre, especialmente porque nunca había conocido a nadie que se llamara así y, por tanto, no lo relacionaba con su pasado.

— ¿Por qué querías que viniera, Brendon? —preguntó, levantando su vista y mirando a Brendon a sus oscuros ojos.

—Porque he estado solo… igual que tú… y sufría al ver que te hacían daño —dijo, mientras su mano delicadamente desabrochaba la camisa de su pijama hasta colocar su blanca mano sobre el pecho del joven—. Eres bueno, Ryan, no mereces todo el maltrato que te han dado —dijo, con cierto tono dolido en su voz.

Ryan se estremecía con su solo tacto, pero al tener su mano en allí era como si tocara directamente su corazón, como si estuviese acariciándolo y sobando todos esos golpes que tenía hasta, pero no lograba sanarlos del todo… y también sintió que el aire comenzaba a faltarle de nuevo, y Brendon lo notó.

—Lo que hice… sólo puedo hacerlo una vez. Si quieres seguir siendo una persona de afuera tendrás que subir a tomar aire, pero la luna está llena y la marea estará tan fuerte que no te dejará volver —dijo, tomándolo por los hombros y acercándolo a él—. ¿De veras quieres volver allá arriba?

Y su cabeza, a falta de palabras, dijo que no. Afuera la vida era dura y dolorosa, y allí todo era tranquilo y agradable. Afuera sólo había espacio para la desdicha, y allí podía ser feliz. Y negó con la cabeza.

—Quieres… ¿quieres quedarte aquí? —le preguntó, con cierto toque de emoción en su voz, mientras Ryan seguía perdiendo sus fuerzas a medida que pasaba el tiempo, y aún así lo miró con las pocas energías que le quedaban. Se abrazó a su pecho, y asintió—. Para eso… tengo que alearme contigo…

No entendió completamente las palabras de Brendon, pero un extraño nerviosismo lo invadió al ver que lo tomó por la cintura para poco a poco recostarlo sobre el lecho marino y tenderse sobre él. Muchas veces había tenido contactos de ese tipo con las mujeres que su madre consideraba dignas de ser desposadas por él, acercamientos casi programados, torpes y vacíos, sin sentido alguno. Pero, a pesar de todo, su dulce voz le daba seguridad, al igual que había logrado dársela en toda la noche.

—No te preocupes… te prometo que será bastante placentero… —dijo, con una sonrisa en sus labios que le inspiraba confianza a aquel débil humano que estaba debajo de él.

Tomó de nuevo sus labios, en un beso más intenso y profundo que el anterior, tratando de darle un poco más de oxígeno para que soportara el tiempo necesario. Sus manos quitaron poco a poco las ropas que le impedían tener un contacto pleno con él y luego se apoyó sobre sus caderas, entre sus piernas. Podía sentir su miedo, mientras su frágil cuerpo temblaba y él se negaba a soltar sus labios. Pero era inevitable. Su cuerpo se volvió más líquido y comenzó a inundar todo el cuerpo de su huésped, que se estremecía entre sus brazos. Sus poros, sus pulmones, sus venas, todo su organismo se encontraba ahora lleno de Brendon, lo cual al principio se le hizo incómodo y doloroso, pero luego su cuerpo se fue habituando a tenerle dentro y el dolor se convertía en placer, el placer de ser totalmente suyo, envolviéndole en un éxtasis que lo hacía perder la conciencia.

Puede que haya ocurrido demasiado rápido, pero Ryan lo había percibido como si hubiese durado toda la vida. Poco a poco la sensación de asfixia desapareció hasta que pudo abrir los ojos y encontrarse acurrucado entre los brazos del pelinegro. Y cuando habló, ninguna burbuja salió de sus labios.

—Gracias —dijo, levantando un poco su rostro y hundiéndolo en la hendidura de su cuello con inmensa gratitud. Su cuerpo se sentía liviano y distinto, y no quedaban rastros de heridas en su alma… y jamás volvería a haberlas.

—Gracias por permitirme hacerlo —dijo, depositando un delicado beso en su frente—. Gracias por confiar en mí.

Ryan notó que no estaba exactamente en el mismo sitio donde sus cuerpos habían formado aquella aleación, y notó que no muy lejos, una sombría figura flotaba hacia la superficie… aquella que había sido su cuerpo alguna vez, y había servido de casa al sufrimiento y de prisión a su alma. Y al mismo momento estaba Brendon rodeándolo con su reconfortante abrazo y de repente volvían a unirse en un beso instintivo.

Realmente ya no tenía la más mínima intención de volver a estar preso. Dejo que aquella concha vacía se alejara, y ahora correría libre en el mar abrazado a aquel que lo había liberado, y así comenzar una nueva y eterna vida.


Alfonsina y el mar

Por la blanda arena que lame el mar
su pequeña huella no vuelve más,
un sendero solo de pena y silencio llegó hasta el agua profunda.
Un sendero solo de penas mudas llegó hasta la espuma.

Sabe Dios qué angustia te acompañó
qué dolores viejos, calló tu voz
para recostarte arrullada en el canto de las caracolas marinas.
La canción que canta en el fondo oscuro del mar la caracola.

Te vas Alfonsina con tu soledad,
¿qué poemas nuevos fuiste a buscar?
Una voz antigua de viento y de sal
te requiebra el alma y la está llevando
y te vas hacia allá como en sueños,
dormida, Alfonsina, vestida de mar.

Cinco sirenitas te llevarán
por caminos de algas y de coral
y fosforescentes caballos marinos harán una ronda a tu lado.
Y los habitantes del agua van a jugar pronto a tu lado.

Bájame la lámpara un poco más,
déjame que duerma nodriza en paz
y si llama él no le digas que estoy
dile que Alfonsina no vuelve.
Y si llama él no le digas nunca que estoy,
di que me he ido.




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