Autor: Gaby Martínez.http://x_troublemaker.livejournal.com/Clasificación: General.
Género: Fantasía, Songfic (vagamente inspirado en
Northern Downpour)
"Hey moon"
Capitulo unico.
Un día más para la cuenta. Otra página en blanco que deja pasar. Otro capítulo vacío y sin sentido. Y así es como poco a poco tu vida comienza a perder el encanto; es cuando comienzas a darte cuenta del vacío que existe dentro de ti y que poco a poco te va consumiendo, devorando tus alegrías y dejándote en un valle de soledad sólo con desdichas a tu alrededor. Y te asomas por la ventana para ver únicamente nubes cubriendo el cielo nocturno, y automáticamente volteas de nuevo a tu diario abierto sobre la mesa.
Páginas blancas. Las líneas correspondientes a las últimas semanas estaban totalmente vacías.
Se supone que deberías ser feliz, porque eres joven, porque eres único, porque puedes tener casi todo lo que quieres, porque muchos sonríen sólo al ver tu rostro, porque al menos una persona en cada país del mundo sabe quién eras. Porque eres Ryan Ross. Tú eres el guitarrista de la famosa banda Panic! At The Disco, el chico carismático que escribió toda su música y aparecía graciosamente maquillado y vestido con rosas en cada concierto de la gira.
Eras feliz. No tenía idea de cuánto, pero lo eras.
Y la gira acabó, y con ella su vivacidad. Todos volvieron a casa, y ocuparon su vida en algo mientras estaban en su tiempo ocioso. Todos eran felices, mientras tú pensaste que era mejor descansar. Todo comenzó bien: levantarte casi al mediodía a recoger el desorden que pudo haber hecho la noche anterior, tardes de Internet, noches de películas, trasnocho en Internet, siempre faltaba un libro por leer, siempre había algo nuevo que buscar en Google. Y miles de llamadas eran discadas a tu teléfono celular: tu vocalista y mejor amigo Brendon te quería invitar a cada sitio que iba.
A su casa. Al Space Needle en Seattle. A jugar al bowling. A la playa. A cualquier concierto en el Madison Square Garden en Nueva York. A Angels&Kings. A una destrucción masiva de la nueva casa de Pete Wentz en Los Ángeles. A una escapada a Europa, Suramérica, Asia, Australia o cualquier parte del mundo que se le ocurriera. A un sinfín de sitios, sin obtener más que un “no” de ti. Y poco a poco fue desistiendo, al igual que los otros chicos que te llamaban, dándose cuenta que lo que deseabas descansar solo en casa.
Y el descanso realmente no fue malo… lo peor viene después, cuando descubres que no puedes acostumbrarte a estar totalmente solo, y que el contacto humano es necesario para el bienestar psicológico de una persona. Y es cuando comienzas a reforzar los muros de la fortaleza, porque sientes que no tienes cara para ir a rogar compañía a alguien cuando siempre la rechazaste. Ya el desorden es rutina. Ya la Internet se hace pequeña. Ya no hay más libros que leer. Ya la televisión es repetitiva. Y descubres que te has vuelto un renegado social. Y estás dentro del hoyo, y no sabes qué hacer.
No recuerdas qué es estar acompañado, y eres incluso capaz de sentirte solo en una sala llena de gente porque percibes que no le importas a nadie ya que ninguno ha venido a sacarte de este infierno, así que… ¿para qué llamar la atención? ¿Para ser solo una carga? Intentas hacer lo más clásico, tomar la guitarra y tu diario. Tocar y componer. Pero ambas ya no te drenan como antes y te excusas diciendo que se debe a que ahora ese es tu trabajo, no tu pasatiempo. Intentas escribir en un blog privado, pero sientes que los pocos que tratan de ayudarte están escatimando esfuerzos. Y te sientes devaluado, como si en cualquier momento pudieras desaparecer y nadie lo notaría. Nadie te buscaría. Nadie te llamaría. Nadie te conocería. Y la vida seguiría normal.
Y es el momento en que te das cuenta de lo prescindible que te has vuelto.
Y tu único consuelo es asomarte a la ventana y observar la luna, tan grande, tan llena, en medio del cielo nocturno… única en su especie, tan solitaria como tú. Y comienzas a contarle tus penas, tus desdichas, todo el infierno en el que se ha convertido tu vida. Y cada día la casa está más descuidada, duermes menos, comes menos y el sitio donde reside toda la imaginación es ese escritorio junto a la ventana, donde la luna te acompaña cada noche en cada una de sus fases. De llena a menguante. De menguante a nueva. De nueva a creciente. De creciente a llena. Y los ánimos persiguen ese ciclo de veintiocho días. Mientras más visible está el satélite, mientras más iluminado se encontrara el cielo por su magnífica presencia, más activa y plena se halla tu alma, y te hallas menos propenso a recordar todos esos factores que te alteran.
Los días van cayendo poco a poco de aquel almanaque diario, y las hojas se van acumulando en el suelo, como caen las hojas de los árboles en el nostálgico otoño, antes de que venga el crudo invierno. Antes de que todo sea devastado por el frío y la nieve, donde todo se torna blanco glacial y tan sólo imaginar abandonar el calor del hogar hace que una ráfaga de viento helado recorra tu espina dorsal.
Justo cuando se acerca el final de ésta época, y cuando despierta, a las dos de la tarde, arranca una hoja más del calendario. Trece de febrero cayó al suelo junto a los días anteriores del mismo mes y enero completo. Trece ha muerto, y frente a él se encuentra aquella hoja. Catorce de febrero, en números grandes y rojos. Un poco más abajo, un círculo blanco bordeado de rojo. Luna llena. Y más abajo, en letras más pequeñas, decía el nombre del santo del día… San Valentín. Luna llena, se supone que significaba que tus ánimos estarían buenos. Pero…
San Valentín. ¿Cómo fue el último día de San Valentín en tu vida, Ryan Ross?
El último catorce de febrero te encontrabas en plena gira, con las cuatro personas que más podías querer en ese planeta. El último catorce de febrero estabas muy lejos de ser dependiente de un astro nocturno, al contrario, estabas feliz. Feliz porque te sentías necesitado por muchos, feliz porque tenías amigos, feliz porque al menos alguien te extrañaría si desaparecieras. No como ahora, que sólo has sabido engañarte, pensando en que una gran roca redonda que sólo puedes observar cuando refleja la luz del sol por las noches podría ser tu amiga porque nadie te ha valorado, cuando has sido tú mismo el que te has excluido y te has devaluado.
Una mirada por la ventana. El sol de mediodía. Apenas son las dos de la tarde, estás mal porque has dormido mal, has comido mal y has vivido mal. Unas horas más de sueño, un poco de comida, algo de televisión e Internet para actualizarte y, aún más importante, la luna completamente llena en el cielo eran seguramente las cosas que hacían falta para te harán sentir mejor. O eso crees. Olvidas que el de San Valentín no es cualquier día, es el momento en que a tu cabeza vienen todas las caras que te felicitaron el año pasado por tu amistad y, peor aún, viene esa cara que sabes que echas de menos más que a ninguna otra, esa que irónicamente tanto te has empeñado en rechazar los últimos días.
Y se te ocurre desviar tu vista hacia ese diario cerrado sobre tu escritorio. Pasas las páginas hasta el día de hoy. Quisieras haberlas llenado todas de tinta, haber plasmado todo lo que te ha reconfortado los últimos días para no decir que han transcurrido en vano; pero el hecho es que las hojas están blancas y vacías, igual que tú. Y te sientas un momento frente a él, dispuesto a cambiar aquello.
Sacas un bolígrafo y lo detienes sobre la página, haciendo una pequeña mancha de tinta.
Hey Moon, please forget to fall down.
Hey moon, don’t you go down.Porque sólo la luna se ocupa de ti, y no sabrías que hacer si llegara a desaparecer de tu cielo nocturno por alguna causa que no conocieras, como si estuviera en su fase nueva, prácticamente invisible ante tus ojos. Pero sabes que está allí, aunque no la puedas ver.
Y pasas el día atento al teléfono. ¡Alguien debe acordarse de ti, tarde o temprano! ¡Alguien debe enviarte un mensaje de texto! ¡Alguien debe comentar tu MySpace, tu Facebook o tu blog! ¡Alguien debería acordarse de que existes, Ryan Ross! Sólo esperas que el sonido del teléfono rompa la enfermiza armonía que hay en tu casa; y no llamo armonía al silencio, sino a todos esos sonidos estúpidamente rutinarios que han dominado tu ambiente. Hablo del sonido de la televisión, el sonido de las gotas de agua que caen de tu grifo que tiene semanas descompuesto, el sonido de tus secos pasos sobre la alfombra, el sonido de tu teclado al escribir en la computadora.
Y sólo deseas algo: deseas que Brendon, el que tanto te ha llamado, el que te ha invitado a su casa, al Space Needle, al Madison Square Garden, a la disco, al Bowling, y a un montón de sitios más; sea precisamente él quien se acuerde de ti. Deseas que Brendon, al que tanto has ignorado descaradamente, sea tu Valentín. Porque fue el que más insistió cuando supo que aquello sólo te haría mal, el que intentó salvarte de tu infierno en vida. Pero todo es demasiado obvio. Y Ryan Ross sabe que eso es técnicamente imposible.
Mejor desistes y vas a darte un baño mientras la tarde se va oscureciendo. Y, por primera vez, hallas un cambio total en tu rutina: el agua, que solía estar siempre tibia, estaba increíblemente helada. Helada como un trozo de hielo que se derretía y caía por los agujeros de la ducha, tensando tu piel, erizando tus vellos, colapsando tus nervios y calando tus huesos, lo que repentinamente te recuerda que es sentir, aunque fuese esa horrenda y fría sensación. Sales del baño con los labios azulados y un temblor general en tu cuerpo. No bastaba con el clima tan drástico, tenía que haberse dañado el calentador justo ese día y sin haberte dado cuenta antes para prepararte psicológicamente o al menos haber calentado algo de agua en la cocina.
Sales del baño y te vistes casi igual a como habías entrado: un pantalón de tela gruesa para soportar el frío del invierno, una franelilla y un cómodo suéter. Y al terminar de vestirse vas a revisar el calentador a ver qué rayos le había sucedido. Esperabas encontrar aquello lleno de agua, o con algún cable roto, o con alguna falla eléctrica; pero extrañamente lo único que sucedía era que estaba apagado.
¿Apagado? ¡Si en ningún momento lo has apagado! ¡Ni que estuvieses loco!
Mueves el interruptor, para comprobar. Dejas pasar unos minutos y al abrir la llave del fregadero el agua salió mucho más tibia de lo que había estado la que salió por la ducha. O estás loco o alguien está jugándote una mala broma. Alguna broma de San Valentín, alguien quería aparecerse para darte alguna sorpresa, quizá fuese…
Pero disipar las ideas de la cabeza justo a tiempo es mejor que hacerse ilusiones, ¿no? Sacas algunas cosas de tu semivacía heladera que resultan ser papas fritas y pollo empanizado precongelado. «De su refrigerador a la sartén, y de allí, ¡a su paladar!», decía el envoltorio. Lo sacas un minuto para ponerlo sobre el fregadero para que se derrita un poco mientras va a encender la cocina… pero la cocina no encendía.
Oh, no me digas. ¿Tampoco recuerdas haber cerrado la llave del gas doméstico?
Pareciera que te estás volviendo loco. Después de encontrar dónde rayos estaba la llave del gas doméstico que nunca había utilizado y temía que el pollo y las papas se dañaran. Y después de luchar con el aceite y el agua que escurría la comida que iba a freír, fue que pudo tener su primera comida del día.
Se supone que este era tu gran día, ¿no?
Vuelves a la habitación después de haber comido totalmente solo en la sala, sentado en el sofá, como tienes meses haciendo. Levantas la tapa de tu computadora portátil y tratas de conectarte a Internet, pero estaba totalmente colapsada. Las páginas tardaban años en abrir, y para variar, el mismo sistema operativo de siempre estaba más lento que de costumbre. Y descubres que alguien ha estado hackeando tus cuentas, porque ninguna de tus contraseñas son aceptadas en ninguno de los sitios. O quizá sólo estabas equivocándote o las páginas no las reconocían por lo lento que cargaban.
¿Por qué nada te ha podido salir bien ese día? ¿Por qué piensas que halarte inhumanamente cada hebra de tu cabello provocándote un inmenso dolor de cabeza podrá arreglar algo?
Y por fin, en el momento menos esperado, ocurre lo que tienes todo el día esperando que suceda. Recibes un mensaje de texto, específicamente de Brendon. ¡Brendon sabe que existes! ¡Brendon se ha acordado de ti!
«¡
Sal a ver la luna!»
No decía nada más. ¿Dónde estaba el mensaje de San Valentín? ¿Dónde estaría aquella íntima declaración de amistad eterna… o algo más? Pero lo habías olvidado, ¡no te has fijado en la luna este día! Te asomas rápidamente por la ventana buscando la redonda, enorme y blanca luz en el cielo. Éste se encontraba totalmente azul índigo, despejado y salteado de unas pocas estrellas… pero tu astro, la hermosa reina de la noche, aquel inmenso satélite… no estaba. Parpadeas un par de veces. Definitivamente, tienes que estar loco. Luna llena, día de febrero, ¡ya es hora de que fuese visible por tu ventana!
Sigues el consejo del mensaje de texto, así que dejas el teléfono sobre la pulida madera del escritorio y sales corriendo de la casa. El clima te azota al igual que lo había hecho el agua helada de la ducha: piel tensa, vellos erizados, nervios colapsados y huesos calados. «Oh, bendito sea el invierno,» piensas. Desde el umbral de la casa recorres el cielo con la mirada. Si Brendon te decía que vieras la luna era porque seguramente estaba hermosa y colorada, quizá anaranjada como algunas noches, quizá con alguna rareza inusual que la hacía más especial. Pero el hecho es que la luna tampoco no ha podido ser vista por allí.
Vas caminando la calle, cada vez a un paso más rápido, incluso puedes observar el vaho de tu respiración en el aire tan frío. Le das la vuelta a la manzana, pero la luna nada que aparece. Ya cuando doblas la esquina para volver a casa, abatido, pensando en aquellas líneas que habías escrito a tu astro en horas de la tarde. «¿Por qué hoy?», te preguntas, ¿por qué hoy justo cuando más la necesitas es que desaparece y te deja solo, a merced de todas esas preguntas sin respuesta ni sentido y esa sensación de culpabilidad que dan vueltas en tu cabeza?
Porque así te sientes, como un tonto iluso que ha tirado su vida a un basurero. Porque ahora eres incluso más prescindible. Porque hasta la luna te ha abandonado y te ha dejado solo a la intemperie del invierno… que pronto te abandonará también. Y comenzará la estúpidamente feliz primavera, donde todo renacerá mientras tu alma seguirá igual de marchita. ¿Qué has hecho para merecer todo esto? ¿Por qué no puedes ser una persona normal con un interés normal y una vida normal? ¿Por qué tenías que haberte convertido en una rareza y un desperdicio del mundo de relaciones humanas que todos llaman sociedad?
Ya no queda tiempo, sólo te recluirás en tu casa y te resignarás a todo lo que siga de ahora en adelante. A la pobre vida que estás destinado a recrear, como si de una obra teatral trágica se tratase, y a observar desde las tablas como los demás contemplan fascinados tu autodestrucción; la cual estarían dispuestos a pagar para ver una y otra vez, porque el cinismo es la base del comportamiento humano. Ver sufrir al otro te recuerda que tu estás en una mejor condición y te hace sentir mejor… pero nada puede ser peor cuando tú eres el mártir.
Y justo cuando estás llegando a la casa, es que te das cuenta que alguien está desentonando la monótona armonía del pequeño y anteriormente solitario porche. Un chico, con el cabello negro desordenado y rasgos faciales algo marcados, sostiene entre sus manos una esfera brillante que desprende alguna clase de energía que logra iluminar su rostro y darle cierto movimiento a su cabello en dirección contraria a la que llevaba la brisa.
No podía ser. ¡¿Brendon?!
¡Sí, Brendon! Apuras el paso, sin importar lo cansado que estuvieses, y te detienes antes de la escalerilla de tu casa, observando con estupefacción a aquel que fue el vocalista de tu banda en aquella gira tan intensa y gratificante. Aquel que te habías dado el lujo de rechazar tantas veces, allí está, con una sonrisa pintada en sus provocativos labios. Aquel que ahora llega con aquel regalo tan invaluable en sus manos.
Y puedes observar como sus ojos reflejan esa plateada luz, a pesar de ser ellos tan oscuros, misteriosos y a la vez tan increíblemente tiernos. ¿Qué rayos lo retendría allí parado, mientras sientes cierta energía extraña fluir dentro de ti, y no se acerca a darte un abrazo siquiera? ¿Qué sería aquello que te impide pensar con claridad?
—Veo que recibiste mi mensaje, Ry —dice Brendon, en voz bastante baja, pero el silencio era tal que no costó mucho trabajo que lo escucharas.
Echas un vistazo detrás de él. La casa está totalmente a oscuras, y así no era como tú la habías dejado.
—Hola, intruso —le dices a ese pelinegro que tienes al frente. Brendon, el apagador de calentadores. Brendon, el cerrador de llaves de gas. Brendon, el colapsador de Internet. Brendon, el hacker virtual. Brendon, el que acaba de soltar una carcajada.
—Sí, desde hace tanto tiempo… —dice, dándote a entender que no es la primera vez que te espiaba. Por algo sabía tu obsesión con la luna.
Debiste sentir alegría porque se acordara de ti, al contrario de lo que siempre pensaste, o al menos enojo, por haberse comportado como un bandido. Debiste al menos haber sonreído, o al menos haber fruncido las cejas. Pero hacía mucho tiempo que habías olvidado como sentir… te hace falta tacto y quisieras que en ese momento fuese posible pedirle prestado a Brendon el suyo.
—Leí lo que escribiste hoy en tu diario… —dice, bajando la mirada hacia la esfera grande y brillante que sostiene sin esfuerzo entre sus manos. Baja un par de escalones, y una extraña energía recorre todo tu cuerpo, y esa energía fluye desde aquel objeto plateado—. No puedo ni siquiera imaginarme qué pasaría si la última cosa que quieras de este planeta fuera a abandonarte —dice, bajando otro par de escalones y queda sólo un escalón más arriba que tú. Frente a ti, solo separados por la esfera—, y por eso te la he traído hoy.
Empuja con sus manos la esfera hacia ti; pones las manos sobre ella y todo el frío que sentías mientras caminabas la calle simplemente desaparece. Y vuelves a mirar al cielo estrellado y sin luna en él. Y vuelves a mirar este gran orbe que es tan ridículamente liviano.
—Brendon, ¿tú…? —dices, atónito.
—Por ti —te interrumpe antes de que puedas concluir, mirándote a los ojos con ese gesto embelesado que sólo te hace sentir… enamorado—. Y estaría dispuesto a hacer esto y mucho más.
Te separas un poco de él y pones la luna frente a tu rostro para poder contemplarla. Tan llena, tan ingrávida, tan plateada, tan perfecta, y la luz azulada que regaba alrededor hacía el momento mucho más mágico. No puedes creer que tanta majestuosidad sea tuya.
—No sé que decir —dices, sintiendo el sonrojo subido a tu rostro.
—No hay nada qué decir —dice, bajando un poco la luna para poder mirarte a los ojos—. Feliz día de San Valentín.
—Es el mejor regalo que me han dado jamás… incluso superaste tu Canon del año pasado —dices, sin aguantar una risita.
Risa. Tú, Ryan Ross, no habías considerado poder volver a sonrojarte, mucho menos reír. Y vuelves a mirar al cielo, sabiendo que le falta ese astro que tienes en tus manos.
—Bren… ¿por qué? —musitas, apenas mirándolo por encima de tu orbe, cuya energía les despeina sutilmente el cabello a ambos, como una cálida brisa de verano.
Y sientes muchas cosas que tenías meses sin sentir. Sientes el miedo en todo tu cuerpo, sientes la adrenalina en tus manos, sientes como tus ojos se humedecen y amenazan con llorar en cualquier momento. Cosas que no tienen sentido, pero eran sensaciones que habían quedado atrapadas e inestables dentro de ti por mucho tiempo… quizá demasiado.
—Porque te quiero… no, más que eso —se corrige, bajando el último escalón—. Yo quiero que estés bien, no quiero nunca más volver a verte triste… porque te amo —dice, acercándose ti, al chico de cabello castaño que lo había estado moviendo a hacer locuras toda la noche, y depositando un dulce beso sobre tus labios.
Sujetas la luna a un lado con una sola mano y la otra la dejas posada en el cuello de Brendon, manteniendo su rostro cerca del tuyo, mezclando sus labios con los tuyos en un tímido beso. Amor. Eso era lo que te hacía falta sentir para recordar que estás vivo. Sentir ese suave compás en tu boca, tan lento y embriagante, es suficiente para sentirte humano de nuevo. Y en un momento indeterminado, sueltas luna para colocar esa mano sobre el hombro de aquel que acabas de descubrir que disfrutas tanto besar.
Ves que Brendon trata de sostenerla antes de que flotara al firmamento de nuevo, pero lo detienes, sujetando su brazo con suavidad.
—No necesito la luna para ser feliz —dices, separándote un poco y perdiéndote en aquellos tan ojos oscuros, cada vez más oscuros mientras se alejaba la luna, y respirando de nuevo—. Para eso sólo necesito poder amar a alguien… —dices, rozando sus labios por un momento—. Y ese alguien eres tú.
Brendon sonríe sutilmente al oír tal declaración. Sí, están locos, ¿y qué más da? El frío vuelve lentamente mientras siguen compartiéndose el uno al otro, mientras tanto la luna curiosa los observa mientras sigue subiendo hasta ocupar su lugar en el perfecto cosmos.